Y, entre tanto
abandono y tanto olvido,
como
si de un verdadero cementerio se tratara,
muchos
de los allegados conocerán por vez primera
el
terrible poder de las ortigas cuando,
adueñadas
ya de las callejas y los patios,
comienzan
a invadir y profanar
el
corazón y la memoria de las casas.
La
lluvia amarilla, Julio Llamazares
Fonsagrada, Isabel Gil |
Entre
tonos de verde emergen los paisajes de ruinas y soledad que protagonizan las
obras de Isabel Gil. La vegetación los condena al olvido y borra el rastro de
quienes habitaron esas moradas. Zarzas y matojos abren un camino sin retorno
haciendo desaparecer muros y hundiendo tejados. Cualquiera de los dibujos de la
artista podría estar evocando la realidad de Ainielle, el pueblo abandonado de
la novela de Llamazares. ¿Diagnóstico? Demotanasia, muerte por despoblación que
diría Paco Cerdà. Baja densidad demográfica, natalidad menguante, envejecimiento
creciente, emigración (o más bien huida) al ámbito urbano… Apenas se cuentan
habitantes por kilómetro cuadrado. Es la gangrena que enferma a la España
vacía. El principio del fin. Pero un fin que da comienzo a un nuevo ciclo en el
que la naturaleza recupera su terreno arrastrando todo recuerdo para dejar paso
a la más profunda melancolía. La vida vegetal ha sustituido a la humana. Paradójicamente
el verde, color de vida, remite también a la muerte o desaparición.
Still life / Isabel Gil / Dos Ajoles, Oviedo |
En
los cuadros de Isabel Gil se respira una atmósfera espesa, húmeda. Es el campo
sin bucolismos. Esto no es Walden. Los escombros, las paredes agrietadas, los
líquenes y el musgo, como una lepra, arrasan con cualquier atisbo de
domesticidad. Apenas quedan huellas de quienes construyeron y habitaron esos
lugares. Y ello, ¿qué implicaciones tiene? El arquitecto finlandés Juhani
Pallasmaa sostiene que habitamos
necesariamente dos casas: el hogar hecho de materia y la casa interior de la
mente, conformada por recuerdos y sueños. La casa es un espacio físico,
pero también mental; es arquitectura, pero también identidad. Si la primera se
derrumba, la segunda queda sepultada. ¿Qué ocurre, entonces, cuando la
arquitectura como marco de referencia de nuestro entorno y nuestra existencia desaparece
subsumida por la vegetación?, ¿perdemos nuestro horizonte espacio-temporal?, ¿se
esfuman con ella nuestra memoria y nuestros recuerdos?.
Still life / Isabel Gil / Dos Ajolotes, Oviedo |
Álvaro
Galmés Cerezo apunta en su libro “Morar. Arte y experiencia de la condición
doméstica” que la morada es activada por la vida que en ella se desarrolla. Forma
parte del relato biográfico del habitante y su abandono, por tanto, desarraiga.
En estos tiempos el campo ha cedido su patria al asfalto. El destierro
voluntario motivado por la búsqueda de oportunidades y de un supuesto futuro
más próspero ha desplazado las raíces y tampoco ha sido la solución. Ni el locus amoenus ni el porvenir en la city. Ahora
el habitar se ha hecho errante. Las ruinas protagonistas de los lienzos y los
dibujos son la metáfora de un pasado evaporado y de un destino incierto.
La
morada que, a priori, debería generar o evocar un sentimiento de protección se
nos antoja amenazante cuando se encuentra a merced de la hiedra. Sin embargo,
la atracción y el magnetismo de la ruina genera una paradoja emocional que
explica muy acertadamente Cerdà en su libro “Los últimos. Voces de la Laponia
española”: Nunca la fascinación romántica
por el tempus fugit de un pueblo, jamás la decadencia con rastro de muerte
civilizatoria debería -por muchas teorías sobre lo bello y lo sublime- conmover
nuestro espíritu con fruición y deleite. Uno no debería. Y sin embargo resulta
imposible detraerse a la contemplación de esta cruza belleza. Es imposible no
quedar atrapado por ellas.
Si
poéticamente habita el hombre, tal y
como sentenció Heidegger a partir de un verso de Hölderlin, en las obras de
Isabel Gil en las que del habitar únicamente quedan ruinas, sólo cabe decir que
poéticamente habita la hiedra.
Still Life / Isabel Gil / Dos Ajolotes, Oviedo |
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