“Como arena, el silencio sepultará las casas.
Como arena, las casas se desmoronarán.
Oigo ya sus lamentos. Solitarios. Sombríos.
Ahogados por el viento y la vegetación”.
La lluvia amarilla / Julio Llamazares
El campo no es el paraíso perdido. Es una tierra de nadie entre un pasado, no tan lejano, que se extingue inexorablemente y un presente que avanza sin mirar atrás. Es una tierra quemada en la que el viento arrastra los recuerdos y la maleza absorbe la memoria.
La serie Transcurso de José Quintanilla traduce en imágenes el fenómeno de la despoblación del medio rural abocado a la ruina tras el abandono. Sus fotografías se tiñen, por tanto, de escombros y silencios, de destrucción y melancolía. Este proyecto es la consecuencia lógica y coherente de Mi casa, mi árbol en el que reflexionaba acerca del hábitat en el campo manchego y la íntima conexión del hogar con su entorno.
Ahora, la casa no es sino ruina y la naturaleza no es compañera sino la fuerza poderosa que ha ganado la batalla. El anciano protagonista de La lluvia amarilla lo relata del siguiente modo: “El proceso de destrucción siempre era el mismo, e igual de irreparable, en cada casa. El moho y la humedad roían en silencio, primero, las paredes, más tarde, los tejados, y, luego ya, como si de una lenta lepra se tratara, el esqueleto descarnado de las vigas en que aquellos se apoyaban. Después, aparecían los líquenes silvestres, las negras garras muertas del musgo y la carcoma, y, al fin, cuando la casa entera estaba ya podrida hasta sus últimas sustancias, el viento o una nevada acababan arrumbándola”. No es una aldea, es un cementerio de casas profanadas por la vegetación. Muros, ventanas, puertas y escaleras, ahogadas en un mar de zarzas, ven cómo su rastro va siendo borrado de forma irreparable.
Las fotografías de Transcurso recogen la ruina como quintaesencia de un paisaje que sentimos muy cercano. Es el paisaje de nuestros padres y abuelos. Ellos lo construyeron, lo habitaron, dejaron en él su impronta física y emocional. Las grietas de las paredes de las viviendas son heridas que no cicatrizarán. El éxodo del campo a la ciudad ha condenado a estos parajes a un doloroso olvido.
La aproximación de Quintanilla no es romántica, va más allá del mero pintoresquismo anecdótico. Sus ruinas no exaltan un pasado mitificado, sino que remiten a una realidad presente. La ruina romántica es grecorromana o medieval, pero ésta es coetánea. Marc Augé dejó escrito acerca de la ruina que “es el tiempo que escapa a la historia: un paisaje, una mezcla de naturaleza y de cultura que se pierde en el pasado y surge en el presente como un signo sin significado, sin otro significado, al menos, que el sentimiento del tiempo que pasa y que, al mismo tiempo, dura”. Sin embargo, las ruinas de Transcurso no escapan a la historia, son la historia de nuestras familias, una herencia no sólo material sino también afectiva y simbólica. Son nuestras ruinas emocionales, nuestros recuerdos, nuestra memoria subsumida por la naturaleza y convertida en un lugar de no retorno.
Es el fin de un modelo de vida. Una metáfora fotográfica de la España vacía de la que habla Sergio del Molino: “Hay dos Españas, pero no son las de Machado. Hay una España urbana y europea, indistinguible en todos sus rasgos de cualquier sociedad urbana europea, y una España interior y despoblada, que he llamado España vacía. La comunicación entre ambas ha sido y es difícil. A menudo, parecen países extranjeros el uno del otro. Y, sin embargo, la España urbana no se entiende sin la vacía. Los fantasmas de la segunda están en las casas de la primera”. ¿Expulsión o autoexpulsión de estos lares? El único habitante de Ainielle, la aldea protagonista de La lluvia amarilla, se resiste hasta la muerte a abandonar su casa, sus raíces, mientras que su hijo huye para no volver jamás. Por el contrario, en El camino de Delibes, Daniel, el Mochuelo, es obligado por su padre a ir a la ciudad con el ánimo de “progresar”. Escapadas voluntarias y abandonos forzados, de todo hay, pero todo deja el rastro de la ausencia.
“El presente no lleva consigo la larga cola del pasado” señala Byung-Chul Han en El aroma del tiempo. Lo nuevo y efímero (la ciudad) sustituye a lo antiguo y perdurable (el campo). En este ensayo, el filósofo coreano analiza cómo la identidad de nuestra época se vuelve pasajera y para ello recurre a Heidegger quien, a través de la filosofía del arraigo y de la tierra “intenta estabilizar el suelo para la estancia humana que ya hace mucho que se tambalea y que incluso amenaza con desaparecer”. El sujeto contemporáneo se ha visto empujado al destierro en una sociedad de movilidad permanente. Echar raíces es caduco en medio de tanta prisa. Las fotografías de Quintanilla nos trasladan a esa queda quietud que está ausente ya en casi todo lo que nos rodea.
Vivimos la urbanización del mundo hasta tal punto que a veces es difícil establecer dónde comienza y dónde acaba una ciudad. El hábitat rural tradicional está en crisis reducido a una iconografía baldía. La memoria del lugar queda aplastada por los criterios de ordenación territorial. Transcurso recoge el Zeitgeist de nuestra época, fija una taxonomía del abandono, de pueblos que se desertizan. Son los paisajes del olvido.
P. D. Ainielle existe y está entre nosotros. La lluvia amarilla sigue cayendo.
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